La estrechez conceptual ha plagado los estudios y debates en torno a la obra de los necrorrealistas rusos y de sus coetáneos leningradenses en el llamado movimiento de Nuevos Artistas, que abarcó de 1982 al 89. Este era un grupo de jóvenes creadores que pretendieron recuperar ciertas tradiciones de la perdida vanguardia soviética (especialmente el concepto de vsechestvo, o de totalidad o “todismo”), así como la creación de una cultura pop seria. Esta cultura era internacional en sus implicaciones: John Cage y Andy Warhol figuraban en su panteón; Keith Harin y Jean-Michel Basquiat eran observados cual distantes hermanos de armas.
El moralismo apenas disimulado que puede detectarse en los escritos recientes acerca del necrorrealismo puede llenar volúmenes sobre el estado mental que prevalece en la academia occidental. Estos estudios, por otro lado muy importantes, se apegan a una especie de protestantismo estético que nos dice muy poco sobre el necrorrealismo en sí mismo, y aunque puedan resultar parcialmente serios, argumentados y aproximadamente correctos, el movimiento es visto de manera aislada de ciertos contextos vitales a los cuales los necrorrealistas se acercaban en ejercicios de controlado nihilismo, a partir de la aspiración a conseguir una lectura psicopatológica de la sociedad. (...)
Casi catorce años después de su primera exhibición legal de filmes necrorrealistas, en el cine Dom Kino, de Leningrado, parece legítimo preguntarnos a qué estaba dirigida en realidad la práctica cinematográfica necrorrealista, y si fue algo más que un breve episodio de ligera anarquía, ligeramente embellecida o deliberadamente afeada, y también si esta especie de nadería cinematográfica tuvo alguna acción entre las ruinas de un país cuyas estructuras se desbarataban. Es procedente preguntarnos todo esto ahora que en Rusia se están revisando las manifestaciones del socialismo tardío o de la cultura alternativa, perestroika y underground. También ha contribuido a la revisión el hecho de que el principal fundador del movimiento, el pintor, cineasta y fotógrafo Yevgeniy Yufit, ha seguido haciendo cine, y disfruta de la atención de los exhibidores en Europa y América. Ahora que el polvo ha comenzado a asentarse, estamos en condiciones de enfrentar estudios más amplios y generosos sobre el necrorrealismo y sobre la significación de Yufit dentro del contexto de la cultura estética rusa, tanto la histórica como la contemporánea.
La obra de Yufit es digna de tal escrutinio, en tanto resulta sintomática de su época y de su contexto, aunque en el fondo es difícil de explicar a partir de cualquier concepto prefijado o esquema. La vaciedad virtual o frustración espectatorial que invocan sus filmes, al menos en un principio, invitan a una lectura apegada a la estética intertextual y a la riqueza sociocultural que también se percibe en las pretensiosas y autorreflexivas obras de Alexander Sokurov, mentor de Yufit. Se puede decir que la peculiaridad de los filmes de Yufit se relaciona con la terca no alineación (ni con las tradiciones cinematográficas de legibilidad, ni con valores comerciales) de su creador dentro de una elusión deliberada y estratégica, que resulta al mismo tiempo postmoderna y profundamente rusa. Se trata de algo que algunos llaman simplemente mistificación, y otros tontería hueca, pero como quiera que decidamos llamarlo, son cualidades compartidas con otros prominentes artistas no oficiales de este período, como Timur Novikov, Sergei Kuriokhin, Vadim Ovchinnikov (los tres fallecidos ya), el pintor, roquero y poeta Oleg Kotelnikov, fundador del necrorrealismo, Boris “Bob” Koshelokhov, y muchos otros excéntricos y maestros de la existencia modesta en tiempos del fin de la historia, conocidos por sobrenombres como Compás, Cadáver, Experto, y otros, quienes se convirtieron en una suerte de fondo fértil en este período de florecimiento cultural y transgresión colectiva. (...)
Es difícil negar la conexión entre el cinismo sistemático y la doble moral exhibidos por una generación para la cual estos eran los únicos modos de vida (una generación caracterizada por la agresividad, la desesperanza, la pérdida de valores morales y afectos) y la comicidad insensata y a despropósito en las primera etapa, la llamada etapa heroica de las producciones necrorrealistas; por ejemplo, en la etapa independiente de Yufit, antes de su debut en grande de 1989 con Los caballeros del cielo, que fue apoyado por Sokurov y por Guerman. Alexander Borovsky, director del Museo Estatal de Arte Ruso Contemporáneo, llama a los neorrealistas “carne de la carne del homo sovieticus”, mientras que el necrorrealista Yuri “Compás” Krasev admite que el “necrorrealismo era un producto de la época”. En una sociedad caracterizada por la crónica reducción de las cosas que más ansía el cuerpo: pan, alcohol, tabaco, afecto, no es sorprendente que la pura idiotez, equivalente soviético del aburrimiento terrorífico, irrumpiera a todos los niveles, como contraparte de los punks occidentales. Lo real no puede revivirse ni reconstruirse porque está muerto (de ahí el prefijo necro); la única realidad es la que presenta la muerte, lo agonizante, los muertos (he ahí de nuevo lo necro). El realismo de los artistas que los precedieron era un callejón sin salida para ellos, pues tal realismo asumía confiadamente que existe algo real que mostrar y demostrar, y los necrorrealistas se apoyaban en una desidealización de lo social. (...)
De acuerdo con el crítico de arte Mikhail Trofimenkov, los Nuevos Artistas definieron su empresa como la comunicación de un desencanto enorme respecto a un medio totalmente semiotizado, o cargado de símbolos. Así, los necrorrealistas alcanzan su propósito imitando de modo irreverente la crisis de estos símbolos en la conciencia social. En sus pinturas y collages aparece el crucero Aurora junto a un platillo volador, la Plaza Negra en vez de Roja, y un carro negro de marca Volga, en vez de blanco, una botella de vino y una cajetilla de cigarros Belemorkanal, Gagarin y un doctor sicópata comparten de manera feliz e incompatible el mismo espacio pictórico. Al abandonar toda noción de lo alto y lo bajo, lo refinado y lo burdo, lo sagrado y lo profano, los Nuevos Artistas llevaban sus obras al estándar internacional del arte expresionista postabstracto. Si las latas de sopas, las banderas norteamericanas, los personajes de historietas y las Marilyn Monroes de Warhol, Rauschenberg y Lichtenstein podían ser caracterizadas como los frutos de un “realismo capitalista”, entonces tal vez los Nuevos Artistas fueron de veras “realistas socialistas”, con lo cual heredarían el tesoro completo del periodo socialista en la historia cultural rusa.
Existen por lo menos tres diferencias definitivas entre los conceptualistas de Moscú y los Nuevos Artistas de Leningrado que deben ser tenidas en cuenta cada vez que se hable de necrorrealismo. La primera diferencia tiene que ver con la naturaleza claramente utópica del programa de los Nuevos Artistas. Como indica Trofimenkov, lo de nuevo en el grupo de los Nuevos Artistas no se refiere a la reanimación de alguna escuela histórica (como en el neoexpresionismo o el neoacademicismo). Los Nuevos Artistas clamaban por recomponer toda la vida artística y cultural leningradense (por lo tanto, el movimiento implicaba a los Nuevos Compositores, Nuevos Críticos, etc.), para encarnar el abortado proyecto de la primera vanguardia rusa. No deben obviarse las coincidencias entre este proceder esencialmente optimista y el espíritu que muchos creyeron ver en las reformas de Gorbachov, espíritu que se percibe en el filme de culto ASSA, o en la obra del grupo de rock Kino, los mismos que ahora evocan con nostalgia los treintones y cuarentones, como parte de una época en la cual se estaba viviendo al borde de una nueva era, que permanecía informe e indeterminada, pero que la imaginación prefiguraba mejor de lo que iba a ser.
Desde luego, el cinismo posterior a las reformas estaba programado por agenda. Los Nuevos Artistas se dedicaron a crear elaboradas parodias de la burocracia soviética. A la manera postmoderna, el hombre nuevo de los Nuevos Artistas era una entidad vacía, cuya subjetividad se nutría del consumo y recombinación de los fragmentos y bordes de experiencias estéticas precedentes. Si bien nunca se escribió un manifiesto necrorrealista, denota el estudioso Viktor Mazin, las virtudes cardinales del Nuevo hombre (el cuerpo abandonado por el alma, diría Yufit de sus héroes) incluiría lo obtuso, insolencia, machismo (tupost', bodrost', naglost', muzhestvo), y otra virtud prácticamente intraducible, materost (que algunos traducen como “rudo” y otros como “ajeno”, “peregrino”, “extraño”), versión necrorrealista de la platónica sofrosine. La materost es sobrepasada solamente por la ljutost, una especie de ilimitada materost descrita en los libros de texto forenses como forma extrema de la sicopatología relacionada con el canibalismo. Pero, aparte de prácticas tan extremas que los mismos necrorrealistas no representaron con demasiada asiduidad, el héroe idiota de los necrorrealistas requiere su equivalencia del héroe estoico del realismo socialista soviético, cuyas acciones se contemplan ahora desde un punto de vista que pone de manifiesto su carácter absurdo. (...)
Pudiera fácilmente atribuirse al amateurismo ese carácter obtuso —aparente y deliberada falta de sentido o propósito— que se nos propone cuando vemos los filmes de Yufit o de sus compañeros necrorrealistas, y se piensa en amateurismo en el peor sentido, es decir, como falta de habilidad o déficit artístico; pero si nos inclinamos a considerar a los necrorrealistas como un club rural que tomó sus cámaras Super 8 para grabar sus (nihilistas) pesadillas, entonces para nada es obvio que se trate solo de un cine con vocación sociológica. En Cinema I, Gilles Deleuze nos recuerda que las películas clase B, de bajo presupuesto, siempre han tenido un efecto saludable en el desarrollo del cine, puesto que casi siempre vehiculan un acercamiento al mundo más verista y autorreflexivo. En otras palabras, que el necrorrealismo puede y debe verse no solo como respuesta a la pésima situación existencia de la URSS en los años ochenta, sino también como parte de un movimiento artístico y de pensamiento en el siglo XX. Aquí debemos apuntar la declaración de Yufit respecto a que no se ha sentido comprometido nunca con ningún tipo de cine social. Si hay parodia y fuerte crítica en sus obras, debemos entender que tales bromas y ataques se dirigen contra todos nosotros, contra nuestra confianza en las convenciones estéticas que en realidad bloquean nuestro acceso al mundo real y a ciertas verdades elevadas (o a la ausencia de verdades) sobre la vida humana. (...)
Lo menos que puede decirse sobre cualquier apelación evidente de los necrorrealistas a algo parecido al naturalismo, a lo pastoral e idílico, es que la hiper-ironía empleada es digna de la creación de Platonov. Yufit convierte la historia Familia de vampiros, de A. K. Tolstoy, en una aproximación invertebrada a los síntomas y fetiches de la pieza original, en Papi, el Padre Nevada ha muerto; pero la historia vampírica, en una lectura más cuidadosa del original literario y de la adaptación fílmica, se nos revela como un producto bien raro y extravagante, puesto que parece entre enamorado y aterrorizado con los eslavos salvajes y con el bosque regenerador y viscoso en el cual moran estas criaturas humanas a medias . El anhelo romántico de sploshnoe edinstvo, de una fusión perfecta entre el pensamiento y la acción, en el caso de Rusia resultó en la imposibilidad de establecer cualquier distancia crítica individual. El arte tardío de la URSS y el arte postsoviético es predominantemente somático e infantil. Incluso los conceptualistas de Moscú, aparentemente logocéntricos, aparecen asediados por una antilógica conservadora y con frecuencia reaccionaria, que conlleva un punto de vista infantil sobre el mundo, un mundo en el cual el extremo egocentrismo labra una paz difícil, debido a la creencia en la totalidad y en la continuidad de la existencia, y así se transforma en síntoma común el punto de vista carnavalesco sobre los actos violentos. (...)
Algunos de estos creadores suelen ver el arte como algo secundario al gamberrismo enmascarado de “performance” —como, por ejemplo, el ataque del artista moscovita Alexander Brenner a una pintura de Malevich en el Museo Stedelijk—, y también como la política de lo apolítico, un fenómeno común en el mundo occidental luego de 1968, y en Rusia particularmente después de 1993. Sin dudas, sería parcialmente correcto ofrecer tal diagnóstico de lo que ha sido el necrorrealismo; en algunos filmes de Yufit emerge un espíritu pastoral que tiene poco que ver con este marco de características, pues se aplican a construir su propia retórica. William Empson define lo pastoral de manera muy simple: “hacer simple lo complejo”. De modo que las complejidades de la vida social y política de las ciudades se muestran de modo muy directo, visible y simplista, dentro de la radiación universal proveniente de lo campestre o lo marginal. La inadecuación y antiheroicidad de una existencia limitada y empobrecida se convierten en alegorías de toda la vida humana; y por tanto, el público refinado de lo pastoral puede afirmar que lo mostrado es cierto para todo el mundo. Como apunta el historiador del arte Thomas Crow, lo pastoral se convierte en uno de los modos principales de los discursos artísticos en los períodos modernos y postmodernos: los artistas incorporan lo bajo y lo vulgar en sus obras con el fin de probar la autenticidad de sus (nuestros) sentimientos, y retornarle de algún modo a la sociedad un estado más crítico y concreto sobre sí misma.
Lo que le aportan al espectador ruso y extranjero los filmes alegóricos de Yevgeny Yufit es difícil de determinar. Tal vez lo mejor que el necrorrealismo ofrezca sea una especie de germen del nuevo escepticismo que en algún momento pudo afiliarse a una nueva estética y a un nuevo sentido político. En algún momento aseguré que Yufit se presenta, y es presentado por la crítica y por sus admiradores, como profundamente distanciado de las temáticas sociales. Sin embargo, la afinidad entre el necrorrealismo y el (anti)utopianismo de Andrei Platonov no es una coincidencia. Fredric Jameson considera al Chevengur de Platonov una compleja crítica de la filosofía utópica, que combina el horror ante la revelación de las verdaderas bases del ser (la sin razón de lo orgánico) con una perspectiva —más allá de la ironía, más allá del bien y del mal— en la cual la muerte y la felicidad absoluta son vistas como la misma cosa. En un mundo de verdadera libertad, la neurosis, las obsesiones compulsivas y la esquizofrenia son variantes de la esencia humana; mientras que los seres humanos “felices e inútiles” de un futuro folclórico se ven liberados de las restricciones de la razón instrumentalizadora, y regresan al anonimato, que es la verdadera base de cualquier comunidad democrática. El fracaso de la utopía —para Platonov, y quizás también para Yufit— es su mayor valor y virtud. Una vez que nos damos cuenta de que la muerte es tanto el límite como la base de todo nuestro comportamiento, nos colocamos con ventaja a la hora de apartar las comodidades del mito y de la ideología, y de comprender el mundo en su verdad total, el mundo no solo del presente, sino también del pasado y del futuro. Si existe algún sentido en la alternancia de tedio, humor, histeria y depresión que comunica el necrorrealismo, sería precisamente esta remoción quirúrgica de lo irreal, con el propósito de que dejemos de ser las víctimas y perpetradores de un mal arte y de peor política, y comencemos a creer, junto con Deleuze, “en el cuerpo de este mundo tal como es, y para eso precisamos de una ética o fe que haga reír a los imbéciles; no hace falta aportar otras creencias, es preciso creer en un mundo del cual forman parte, y no pequeña, los imbéciles”.